Dentro de los muchos problemas que pueden aparecer a la hora de reseñar un concierto, hay uno que presentan muy pocos artistas en la Argentina, entre ellos Andrés Calamaro: la confusión constante con la memoria emotiva. Un setlist suyo es, inevitablemente para cualquiera que haya crecido en este país de los 80 en adelante, un repaso de la vida propia. Cada canción está pegada a un amor, a un viaje, a un asado, a un desencuentro y requiere un esfuerzo especial para quien tiene que valorar su show separar la historia personal de la ejecución del momento. Y en un punto está bien que eso pase: el cantante se ganó -con la acumulación de su obra- que veamos a Calamaro antes que a un recital de Calamaro, con la emoción dispuesta a sabotear el juicio y -por qué no- con algo de reverencia por alguien que siempre acompañó. Sin embargo, lejos de aprovecharse de su atemporalidad, Andrés toma el camino difícil y, a puro oficio, hace lo que no se le exige: revalida pergaminos cada tres minutos.

El método que siguió Calamaro para lograr eso en esta primera presentación en el Movistar Arena (tiene previstos dos conciertos más, este sábado 30 de noviembre y el 3 de diciembre) fue, simplemente, que la música hable. No deja de ser llamativo, teniendo en cuenta que su personaje público dista de la disolución del ego, pero sobre el escenario lo que lo domina es un concepto de bandleader de vieja escuela, que ocupa el centro de la escena por razones obvias, pero que no intenta ser vedette. Al contrario: parece disfrutar del colectivo, hablando de “nosotros” y no de “yo” a la hora de agradecer, como en un gesto nostálgico inconsciente hacia la época en la que era un Abuelo de la Nada más. Brian Figueroa y Julián Kanevski (guitarras), Mariano Domínguez (bajo), Germán Wiedemer (teclados) y Andrés Litwin (batería) no sobresalen más allá de algún solo no muy largo, y esa es la idea: que la banda sea el músico, que el grupo construya sobre lo que alguna vez diseñó el líder, que primen en partes iguales la bohemia y el ensayo.

Andrés Calamaro, comandante certero -pero sin divismos- de una banda afianzada

Se ve desde el principio, cuando el cruce pesado y arrastrado de “Kashmir” de Led Zeppelin y “El día de la mujer mundial” avisa que se vienen casi dos horas de rock, no de hits (aunque hits sobren). A partir de ahí, un surtido que hace pie en esa canción estrofa-estrofa-estribillo que parece fácil de componer pero que a nadie le sale como él, con ejemplares como “A los ojos”, de la época de Los Rodríguez o “Cuando te conocí”, del disco homenajeado en la ocasión Honestidad brutal (la gira en la que se enmarcan estos shows se llama Agenda 1999, año en la que salió el álbum doble). En este juego, del jangle pop de “Cuando te conocí” (hay algo de The Byrds en ese ADN) se puede saltar al funk gordo y espeso de “Más duele”, porque la banda es un bloque monolítico milimetrado que no por eso suena rígida o sobretrabajada: su versatilidad radica en, desde ya, la destreza de cada uno de sus miembros, pero también en la confianza ciega en sus pares y en un intercambio lúdico que se nota flexible, nada forzado.

Alguna provocación

De la guitarra Andrés pasa al teclado para “Con Abuelo” y luego le cede el instrumento al único invitado de la noche: Ciro Fogliatta, quien demuestra su maestría con el órgano de rock n’ roll en “¿Para qué?” y “No va más”. Este es, acaso, el único pasaje en el que un nombre pesa, en el que el individuo es algo, y si hay otro momento de estrellato es apenas la provocación: “¿Prefieren una chica fea o un travesti súper sexy?”, proferido por el dueño de la pelota entre “Los aviones” y “All You Need Is Pop”. El resto del tiempo, Calamaro se sabe el engranaje más grande de la máquina pero no la máquina en sí, y en ese plan se entrega a una actuación que no busca la estridencia ni siquiera en lo visual: no abundan los gestos grandilocuentes, las pantallas son medianas y en blanco y negro (simulando una tele vintage) y sobre las tablas no hay más que músicos, instrumentos y luces.

Canciones de amor, bailables, sutiles y más oscuras; Andrés Calamaro recorrió un cancionero que también es un manual de las emociones humanas

Otra cuestión que viene con el oficio es la habilidad para armar los sets, y acá Calamaro se da el gusto de dejar a todo el mundo contento (incluido él y sus músicos). Están los hits que cantan las chicas a cococho de los chicos, claro, pero también se da un par de gustos a mitad del show con algunas de las mencionadas, o “Las heridas”, o el medley de “No tan Buenos Aires” y “Clonazepán y circo”: canciones algo más oscuras que sirven para que la banda se divierta y se vaya armando expectativa para el tándem final. Ese tándem son seis temas, uno más festejado que el otro: “Cuando no estás” se corea; “Crímenes perfectos” es un hermoso regodeo en el sufrimiento; “Tuyo siempre” (con cita a “Mil horas” en la coda) aporta el componente bailable; “Alta suciedad” es el rock riffero que levanta el pogo y el 1-2 final con “Flaca” y “Paloma” es el pico de glucemia que el concierto sí o sí iba a tener.

Todavía quedaba tiempo para dos bises: la sutileza de “Estadio Azteca” y “Los chicos”, un paradójico pogo infernal sobre amigos fallecidos. Una cita a “El salmón” para terminar y listo: primera noche adentro, con una sensación placentera para todos los presentes y una sonrisa perenne que radica en la identificación del público con un artista que, para muchos argentinos, excede el espectáculo, pero que encima honra al show.